sábado, 30 de abril de 2011

Betina cuando amanece


Betina abre los ojos y descubre que está toda desnuda, lo único que tiene puesto es un par de zapatos que no son de ella porque ella jamás se hubiera comprado unos zapatos con una plataforma mas alta que su edad. Está oscuro, parece que hubiera llovido. Se trata de ubicar, no es su ciudad, ni su país, ni su gente. Se le escapa un escalofrío de vergüenza inmisericorde y su alma espía por los ojos asustados. Alcanza a ver el resplandor de un semáforo que se pone en verde. No tiene ropa, ni ropa interior, ni interior. Un impulso la retuerce. Se contorsiona tratando de cubrirse lo descubierto pero queda hincada con el pelo sobre la cara, con la piel blanca satinada de azul, con las mejillas del rubor, con el pudor en las mejillas. Entonces siente pasos por la vereda de enfrente. Quien sea abre una puerta que deja escapar una luz mortecina, se pierde adentro y deja afuera un pánico que le invade el corazón a Betina, un pánico irracional al tacto de las miradas sobre su piel. Como un perrito asustado busca un lugar donde meterse. Las manos no le alcanzan para cubrirse el cuerpo. Tambalea y se cae en un cantero sobre una enredadera tan indefensa como ella pero menos desnuda que ella. Se queda inmóvil ocultando todo lo que puede y no todo lo que debe. Ve pasar un auto, ve como los neumáticos arrollan la vida de la lluvia en el asfalto, ve que los faros subrayan la verdad con sus mentiras de yodo. Le arde la rodilla, la raspadura de las baldosas le quema como el recuerdo de un pecado venial. Si dios existe, piensa Betina, que me saque de este infierno. Pero no sabe que dios no es ignífugo como los diablos, ni sabe que el infierno no es este infierno y lo que es peor, ni siquiera se imagina que lo mas probable es que dios sea muy parecido a ella misma.
¡Mamá!, grita Betina cuando ve a su mamá ahí nomás, sentada en el recuerdo como todas las mamás. Al instante se entreabre la puerta de enfrente y la luz mortecina vuelve a salir a tomar aire. Alguien parece haber escuchado el grito y curiosea atentamente. A Betina el corazón se le paraliza, ve a su mamá irse por la memoria y se queda sola. Acurrucada se mira la entrepierna, los dedos de los pies, la plataforma gigante de los zapatos y su humanidad insignificante entre los rascacielos. Alcanza a ver el resplandor del semáforo que se pone en amarillo. En el trayecto inverso el reflejo se divide en dos y se le clava como la precaución en las pupilas. La silueta vuelve a entrar. Betina siente que la mirada le paso lastimando el pudor como el filo de una navaja en la piel. Entonces se toca la boca, la tiene mas rota que las esperanzas. ¿Porqué me pegaste hijo de puta?, le pregunta a la imagen ausente que le pegó. La imagen ausente le vuelve a dar un puñetazo en el labio y Betina cae en la misma enredadera donde está. Pero ahora se acuerda de todo, del mal sueño, del avión perverso, de mil manos apretándole los muslos, de cien camas calientes, de los hombres, del pan ganado, del sudor de la frente. Alcanza a ver el resplandor de un semáforo que se pone en rojo, se descalza, corre un colectivo, sube, abre los brazos en cruz y con los labios empantanados de rouge ante el atónito pasaje que le clava la mirada en la sangre de la rodilla, pide auxilio con un hilito de voz. Alguien se levanta, alguien la cubre, alguien le paga la oportunidad y el boleto. Alguien, no dios, alguien. Y justo en ese momento amanece. Betina amanece. Y a Betina le gusta cuando la vida amanece, no cuando la vida amenaza.

jueves, 14 de abril de 2011

Altamirano


Altamirano era el tipo mas divertido de la escuela. Flaquito y largo como desesperanza de rico, inconfundible con su guardapolvos blanco emparchado pero almidonado y planchado como ninguno, que le quedaba como le quedaría a Stan Laurel el guardapolvos de Oliver Hardy, de piel morena, pelo negro que de tan oscuro reflejaba azules y ojos pardos llenos de una alegría tan inquieta que cuando te parabas a hablar con él de frente te obligaba a seguirle la mirada para todos lados. Era muy simpático y tenía la costumbre de apoyarte su mano de dedos largos en el hombro mientras desplegaba una sonrisa blanca y sincera que de inmediato contagiaba a todo el mundo. Las pibas, que siempre se andaban fijando en otros aspectos que los pibes no manejábamos, decían que parecía un príncipe moro y él lo justificaba plenamente tratándolas como a princesas reales, haciéndoles monárquicas reverencias y saludándolas con románticos besamanos. Fue por aquel entonces cuando le apodamos Rodolfo Valentino y nos imaginábamos al flaco Altamirano con turbante. Todos nos meábamos de risa pero él, lejos de sentirse ofendido o avergonzado, en cuanto veía que alguien se estaba divirtiendo se anotaba hasta para reírse de sí mismo. Ahora con el tiempo, veo que mas que hacernos gracia nos daba un poco de esa especie de envidia que despierta entre galanes la admiración femenina. Yo creo que la maestra le hacía pasar al frente nada mas que para que el flaco le arrancara la primera sonrisa del día. Jamás faltaba a clase, llegaba siempre temprano, sobre todo los días de lluvia, y su libreta de calificaciones parecía una de esas filigranas que pintan en los colectivos, todos ochos, nunca un diez pero tampoco un aplazo. A la salida, en el tumulto de la puerta del colegio no dejaba de saludar a nadie, a las maestras, a los pibes de los otros grados y hasta a las madres que venían a buscar a los mas chiquitos, siempre desplegando su inmaculada sonrisa y siempre contagiándola.
Pero el flaco Altamirano entro en la galería de mis recuerdos imborrables el año aquel en que no pude irme de vacaciones. Mi viejo había perdido el empleo y no lo había vuelto a encontrar. Ni siquiera la recuperación del aplazo en matemáticas, ni siquiera el color verde esperanza de mi libreta de calificaciones le habían podido levantar el ánimo. Nada, las vacaciones estaban perdidas y lo peor era que justo en medio de la felicidad del fin de las clases un insalubre clima de angustia invadía las paredes de la casa. Ayudado por el calor del sol y los malestares espirituales, me aferré a la costumbre de salir a la vereda a la hora de la siesta y sentarme en el silencio del tapialito de la esquina a ver como la inmovilidad de las horas del verano se llevaba las vacaciones a la rastra. Hasta que un buen día, promediando el mes de enero, -Buenas tardes-, escuché -Buenas tardes- le contesté sobresaltado a aquel personaje que había salido de la nada rompiendo la monotonía con tanta jovialidad. -Necesito que me des una mano para rescatar al pobre Superman- dijo. Extrañado estiré la cara, la boca se me arqueó como una u invertida y se me achinaron los ojos intentando descubrir quien era. -¿Altamirano?- pregunté -Si, ¿quién voy a ser sino, Rodolfo Valentino?- contestó y largó una risa franca que hizo salir trinando a una bandada de gorriones. -Perdoná Altamirano, así sin el guardapolvos no te había reconocido- le dije saliendo del tedio y a punto de contagiarme de su natural simpatía. -Es que sin guardapolvos somos distintos, como los almaceneros cuando salen de atrás del mostrador- me dijo como disculpándome y esa simple imagen ya me empezó a hacer cosquillas en el aburrimiento -¿Y quién es Superman?- le pregunté entonces intentando seguir lo que creí que era un chiste. -Superman el del traje azul con capa roja- me confirmó, y ahí se me aflojó la risa y mi estado anímico dio un tumbo. -Bueno- le dije -Vení que le aviso a mi mamá y te ayudo a salvarlo-.
El flaco Altamirano se quedó en la puerta mientras yo le preguntaba a mi vieja si podía ir con un amigo del colegio a ayudar a Superman, a lo que ella, con una renacida sonrisa que me llamó poderosamente la atención, me preguntó lo mismo que yo le preguntara al flaco -¿Y quien es Superman?.
La cuestión es que mientras tramitaba el permiso y le aclaraba a mi vieja que Superman era Superman, y ya inmersos en una indescifrable alegría que iba y venía, el flaco Altamirano se había encontrado con mi viejo en la puerta, le había dado la mano reclinando el cuerpo hacia adelante, se había presentado explicándole quien era y le había contagiado una sonrisa que lucía en medio de una de esas caras largas que traía invariablemente después una nueva decepción laboral. Mi vieja y yo, sin dejar de sonreír, nos fuimos acercando a la escena que veíamos medio a contraluz.
- ¿Carpintero?- le decía el flaco a mi viejo -que lindo oficio, me encanta la carpintería- y mi viejo asentía con la cabeza sin perder esa llamativa sonrisa como la de mi vieja y la mía, recuperadas vaya uno a saber porqué, aunque lo que fuera ya estaría indudablemente relacionado para siempre con el flaco Altamirano.
Pero lo mejor estaba por venir, porque en un momento dado, el flaco utilizó aquel gesto suyo tan característico, le apoyó la mano de dedos largos en el hombro a mi viejo, y moviendo alternativamente el filo de la otra mano enumerando cuadras en el aire, dijo -Una... dos... tres cuadras para allá, al lado de la cancha bochas, ¿vio?, hay un cartel que dice, “Se necesita carpintero”-.
Altamirano vivía en un ranchito marginado por la avenida. -Es aquí- me dijo- y al instante se me hizo mas admirable que nunca la alegría de vivir que repartía continuamente. Ahí me di cuenta que la avenida dividía a la ciudad en barrios pobres y menos pobres, la pobreza cortaba exactamente por el medio a la solidaridad humana, la solidaridad humana, a su vez, partía por la mitad a las clases sociales y las clases sociales destrozaban la patria en lugar de conformarla. Fue la primera lección verdadera que aprendí ese año, que las mejores vacaciones son las que se pasan en el corazón de uno mismo y que todos estábamos hechos pedazos pero que el flaco Altamirano estaría siempre más entero que un universo.
Superman era Superman, el del traje azul y la capa roja, y estaba atrapado, según me terminó especificando el flaco, abajo de la abuela Filomena. El flaco Altamirano vivía con su abuela y un perro que respondía al nombre de Llamasares y doña Filomena y Llamasares eran tan simpáticos como el flaco Altamirano. Nos trepamos al respaldo del sofá y una vez ahí arriba el flaco me fue indicando como levantar suavemente a la abuela enganchándola de las axilas para así liberar a Superman. No habían pasado mas de veinte minutos desde mi encuentro con el flaco y no recordaba haberme sentido tan feliz en toda mi vida. Doña Filomena se ayudaba con un bastón y nunca se dejaba de reír ni de hacer unos cómicos resoplidos. Cuando la hubimos despegado lo suficiente del sofá, el flaco lanzó un chiflido alertando a Llamasares y Llamasares se metió debajo de las faldas de la abuela y salió entre sus pantuflas aprisionando una revista con las fauces. Era una revista de historietas, me di cuenta porque en la tapa Superman volaba libremente en el atardecer de Ciudad Gótica, un atardecer inolvidable en el que, cuando llegué a mi casa, a mi viejo lo habían contratado en la carpintería y en el que vi por primera vez a mi vieja dándole un beso en los labios.
Lo inexplicable fue que nunca mas volví a ver al flaco Altamirano. Su imagen esbelta y delgada, que nos llevaba una cabeza, en todos los sentidos, a los demás, no volvió cuando empezaron las clases. Yo lo esperé ansioso en la puerta para devolverle la revista de Superman que me había prestado pero sonó la campana de entrada y no apareció. Estuve toda la clase mirando la tapa donde Superman seguía volando en el atardecer de Ciudad Gótica. Fue la primera lección que aprendí ese año, que las mejores vacaciones son las que se pasan en el corazón de uno mismo y que todos estábamos hechos pedazos pero que el flaco Altamirano estaría siempre, fuese donde fuese, más entero que un universo.

lunes, 24 de enero de 2011

Te voy a dar la vida (cuento alimento)


Vas a tener ropita de todos los colores, le explicaba Patricia a su hijito en la panza, vas a tener mas ropa que la que nunca tuve, limpia suave preciosa, lavada y planchadita.
José la miró inquieto como todos los padres o todos los horneros que intentan terminar su nidito de barro antes de que los tiempos presenten su inclemencia.
José mira la panza, inquieto, mas que antes, quiere decirle algo, quiere decirle mucho, quiere decirle todo lo mas lindo del mundo. Vas a tener botines, dice con vos de padre y con edad de hijo, vas a tener botines de cuero con tapones y una pelota nueva número cinco blanca con estrellas celestes dice todo seguido.
Ella se ríe un poco y saca mas la panza como acercando el hijo al país que le espera, como acercando el hijo a lo que están planeando. Vas a tener de todo, escarpines, baberos, pañales descartables, un sombrerito blanco con un pompón celeste, una cuna pintada como si fuera nueva, un álbum de recuerdos y una cajita verde para guardar adentro el cordón umbilical.
Y un banderín de Boca si querés ser de Boca, le dice José inquieto, no vaya a ser que un tío de River se anticipe. Un banderín de Boca vas a tener primero, corrige y se enternece, después vos te hacés hincha del cuadro que mas quieras, yo no tengo problemas, voy y te compro todo, el equipo completo de Belgrano o Talleres.
Patricia le pregunta, ¿escuchaste pendejo?, mirandosé la panza. Menos mal que te hicimos esas ecografías, menos mal que ese día nos alcanzó la plata, ¿mira si hoy no supiéramos que sos nene, mi hermoso, que la ropa es celeste, que el nombre es de varón?.
Podés ser escritor ingeniero abogado, campeón del mundo, artista, mago, dice José. Podés ser lo que quieras porque yo no soy nada, pero ahora soy todo porque te tengo a vos. Yo te digo escritor porque fabrican cuentos, uno por cada día y escriben un montón y yo no escribo nada, ni mi mamá me mima, ni mi papá tampoco ni nunca fui a la escuela como podés ir vos, vos vas a ir a la escuela, podés ser todo junto, porque tenés mas tiempo y si acaso te falta te lo regalo yo.
O doctor, ¿qué sabés?, doctor Pablito López si se llama Pablito, todo en blanco Pablito, con los zapatos blancos, el saco, la camisa, la bata de doctor y el nombre en el bolsillo, bordado con esmero, Doctor Pablito López.
Mejor que juegue al fútbol, opina José, inquieto.
Mejor que sea bueno, no digo para el fútbol, digo que sea bueno, que nos quiera y que entienda que lo queremos mucho, que lo queremos tanto como nosotros dos que nos quisimos siempre, dice Patricia dulce sin pensar que ese siempre son sus poquitos años y levanta la vista buscando la mirada cómplice de José, que espera esa mirada como un oso orgulloso con un panal de miel.
Y José, despacito, le dio un beso a Patricia, y mirando la panza de nuevo le habló a su hijo, te voy a querer mucho como a mi me quisieron, le dijo y mintió un poco, dijo de mentiritas, de mentira piadosa.
Patricia que lo entiende, que le acaricia el pelo renegrido a José, y José que le abraza el ancho de la panza como si fuera el Atlas, el que sostiene el mundo, el que sostiene el siglo y el padre que va a ser.
Vas a tener ropita de todos los colores le repite Patricia a su hijito en la panza, limpia suave preciosa, lavada y planchadita. Te voy a dar mi amor.
Y José que no tiene mas cosas para dar a través del ombligo le dice tenés todo y que nunca te falte mas nada en esta vida porque te doy la mía, te lo juro por dios.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

El Papá Noel argentino

Un dios latinoamericano, acodado en las ramas más altas de un ombú al que el respeto le hacía temblar las hojas, hizo un gesto así, con la mano, como diciendo Latinoamérica es mía. Se acariciaba la barba y tecleaba con un dedo la notebook apoyada en una nube pasajera leyendo una Web de ofertas de regalos made in para estas felices fiestas.
Mientras tanto el papá Noel argentino se empeñaba en reparar los juguetes que había encontrado revolviendo el basural. Muñecas sin brazos, pelotas de fútbol desgajadas y autitos sin rueditas. A las muñecas les enganchaba los brazos sueltos con un alambre, a las pelotas de fútbol las untaba con grasa de vaca y a los autitos sin rueditas les ponía una ruedita sin autito. La mesa estaba llena de papeles, cinta scoch, pomitos de pega todo, tijeras, pinzas, martillos, almohadillas de alfileres, agujas, hilos de colores, miguitas de imaginación, esperanza, ángeles de lata y cartas de los pibes.
El dios latinoamericano bostezaba y de soslayo controlaba al papá Noel argentino que había quedado en terminar todo para las doce si el tictac de las puntas de las manecillas del reloj del diablo no le tatuaban arrugas de angustia en la cara. Todo sea con tal de ahorrarle un peso al bolsillo agujereado, que al final una muñeca de trapo industria nacional y mirada fija no es menos muñeca que esas de plástico y ojos celestes que se cierran y tienen un sello de Taiwan en la planta del pie.
Pero se había hecho tarde por culpa del sol que es mas lento que un molino sin aire y no corre ni aunque los yanquis se estén robando las tranqueras de la Patagonia.
Se había hecho tarde y el dramatismo de la única vela pintaba con el pincel de la llamita el interior del rancho de color naranja atómico. Afuera María miraba al dios latinoamericano con las brasas encendidas preguntando la hora y a ver si terminará para las doce este condenado y todo el campo estaba azul como el manto de la virgen. El dios latinoamericano entornaba los ojos al cielo con el índice creador posado por las dudas en la tecla enter de un servicio de mensajería urgente puerta a puerta y rezaba un padre nuestro aunque él sea guacho.
A las doce dan las doce campanadas y millones de pequeños corazones demandantes rodearán los árboles de navidad y buscaran entre sus ramas un paquete con un moño por mas que no hubiera un paquete con moño.
El papá Noel argentino trata de cumplir como todos los años aunque la deuda eterna nacional venga degollando navidades y escurra las sonrisas de los niños de dios por las bocas de tormenta de las veredas argentinas. Trata de cumplir aunque el desempleo venga amputando felices años nuevos y arroje los dedos del sueldo mínimo a los chanchos. Trata de cumplir aunque la economía tale los árboles de navidad y deje en la penumbra del comedor las lucecitas intermitentes quemadas. Trata de cumplir aunque el dólar venga boleando cachilos y el euro pavos rellenos y entre las dos monedas de una sola cara tiren la canasta familiar a la mierda.
A las doce menos cinco el papá Noel argentino se ajustó el cinturón lleno de monedas, se puso un sombrero de ala ancha, se cargó el enorme costal lleno de regalos envueltos en papeles de diario pintados con acuarela al hombro, le dio un sorbo al mate del estribo, se mojó la punta del índice y del pulgar con saliva y los apoyó en la mecha de la vela que hizo pssst y se apagó. Afuera el caballito zapateo preparando el vuelo y los teros vigilantes le chusmearon a la virgen que el papá Noel argentino se iba. El dios latinoamericano cerró la notebook, la luz de la pantalla dejó de iluminarle la cara y se recostó como si hubiera trabajado un año seguido. La virgen suspiró aliviada y en el suspiro dijo ay dios mío ay dios mío.
A las doce y un segundo el papá Noel argentino ya había cumplido, se había sacado las espuelas y había repartido en lugar de una espeluznante cantidad de pedidos de playstations, celulares y emepetreses, un sinnúmero de juguetes recauchutados con una millonada de tarjetitas que decían “otra vez será”.

jueves, 14 de octubre de 2010

El planisferio

Corre el imperio a resguardar sus bancos con el capital de las vidas mas cortitas del siglo en curso y no se le cae la cara de vergüenza por gastar toneladas de recién nacidos en la campaña electoral de la capital del planeta. No hay derecho. Derechos son los mástiles que sostienen las banderas y no otra cosa, por ahora. Créditos infames piden aquellos a los que les falta un punto de sal en la comida y no aquellos a los que además del punto de sal les falta la comida entera.
Cachirulo encontró un planisferio tamaño oficio revisando una bolsa de basura y se quedó rascándose la cabeza cuando el Pachuca le explicó que eso era el mundo. El mundo es mas grande, le contestó convencido Cachirulo recordando que una noche uno de los pibes, señalando el cielo del barrio, había dicho que los planetas eran grandísimos hasta allá arriba y todos se habían quedado boquiabiertos mirando las estrellas. Y sí, mas grande también es Maradona, sin embargo nosotros lo vemos así de chiquito en las figuritas, dijo entonces el Pachuca haciendo un gesto con el índice y el pulgar. ¡Pero no hay derecho!, protestó Cachirulo, sacudiendo el planisferio con una mano y dándole cachetadas con el reverso de la otra, ¡En este papelito de mierda no entra nadie!. El Pachuca sonrió imaginándose al Cachirulo y a sus siete hermanos, el papá, la mamá, la tía y la abuela organizándose para dormir en el ranchito de cuatro por cuatro. Se puso de pie y acomodó en el carrito un par de zapatillas con las suelas despegadas que habían encontrado en la calle y cuatro yogures vencidos rescatados de los contenedores del supermercado. Cachirulo también se subió sin dejar de observar atentamente el planisferio. Pachuca tanteo la goma de la bici para verificar que siguiera inflada, se montó y empezó a pedalear. Entre los chirridos propios de la falta de aceite del piñón y el tintineo de las botellas vacías, Cachirulo empezó a reflexionar en lo injusta que es la vida. Tumbado de espaldas sobre la carga del carrito, con un brazo abajo de la nuca haciendo de almohada y el otro extendido sosteniendo el planisferio que se recortaba como una paradoja sobre un firmamento celeste y blanco, repitió, no hay derecho. Si que hay, le contesto recién entonces el Pachuca sin dejar de mirar al frente, hay derecho pero nadie le da bola.
La tarde verdadera caía cuando ellos entraban al barrio teñidos de tonalidades azules y naranjas y las bandadas de gorriones que habían estado jugando mas que cualquier pibe entre las ramas de los jacarandas desaparecían sin dejar rastro alguno. Cachirulo se bajó del carrito al tiempo que todo se iba tornando mas oscuro y el Pachuca estacionó la bicicleta que se había vuelto del color de las sombras. Por ejemplo tendríamos que poder ir a la escuela de una, dijo el Pachuca dando un chasquido con los dedos en el aire y el Cachirulo por primera vez en todo el viaje despegaba los ojos del planisferio y los dirigía a la silueta de su amigo recortada en las penumbras, o por ejemplo tendríamos que poder morfar todos los días, balbuceó, mientras con la manga de la remera limpiaba un churrete que caía de uno de los yogures que se estaban por repartir. Dulces pecados del mundo como caramelos sueltos en la palma de un ladrón adolescente, irresponsabilidades de una vida donde se condena mas al futuro elector de un pibe que se caga de hambre que al presente de un presidente electo comiendo pavo con las garras. ¿O vos que te creés?, siguió el Pachuca, ya sé que el mundo es gigantesco, pero decime si no se parece más a ese papelito de mierda que encontraste en la basura. Cachirulo volvió a mirar el planisferio, se lo acercó un poco a los ojos porque ya no se veía casi nada y respondió. Y si, la verdad que si. En este conflicto bélico por la subsistencia, primero deje la vida por la patria jovencito, y después reclámele a la patria lo que a usted le toca por haber dejado la vida en ella. ¿Donde está Argentina?, preguntó Cachirulo apretando los ojos. Pachuca se acercó, buscó en entre las líneas confusas del papelito apuntando con el meñique hasta que descubrió los límites del país, por aquí, señaló. Viva la patria entonces, dijo en broma Cachirulo, lanzando una risita contagiosa. Si, viva esa patria donde pastan las vacas a buen resguardo del abigeato local y a merced de las ajenas mandíbulas batientes. Con que poco te conformás Cachirulo, hace un ratito decías que no había derecho, le recordó el Pachuca. Cachirulo hizo un bollito con el mapamundi, lo tiró al aire, le dio una bolea de zurda y cantó un gol imaginario. El bollito se hundió en una zanja de agua podrida y el Cachirulo le dijo al Pachuca sin dejar de reírse, lo digo en joda, mañana mismo empiezo a reclamar mis derechos, y los dos estallaron en unas estridentes carcajadas. Derechos son los mástiles que sostienen las banderas y no otra cosa, por ahora, así que el Pachuca chocó las manos con el Cachirulo en el aire imperceptible del verano y se fue a dormir en paz el sueño empedernido de los suburbios.

jueves, 16 de septiembre de 2010

¿Angélica donde estás?

Ni las despiadadas amenazas de muerte que el dólar le asesta en la espalda a la economía nativa ni el desenfreno contemporáneo de este siglo veintiuno habían logrado sacarlo nunca de sus casillas. Está bien que Cachito tenía solo doce años pero su serenidad era casi un milagro si tenemos en cuenta la inestable balanza de la ley de ecuanimidades, una balanza donde, por ejemplo, los muertos de hambre conviven socarronamente con el perfume Número Uno Imperial Majesty de setecientos mil pesos el frasquito.
No. Nadie, nunca ni nada subvertían a Cachito. Solo la mirada profunda de Angélica.
Angélica de los barrios altos que estabas mas cerca del cielo que de la tierra y yo a tus pies sin poder alzar un vuelo de gorrioncito te tenía que espiar desde la vereda Angélica, ¿donde estás?.
Angélica del otoño de las cortinas bordadas que hacías que estudiabas pero me mirabas y no querías que me dé cuenta que me estabas mirando pero yo me daba cuenta Angélica, ¿dónde estás?.
Ni la ignorancia que a la pobreza le dispensan los altos estratos sociales, ni lo ciega, sorda y muda que se ha quedado la justicia, habían logrado despertarle nunca envidia ni animadversión alguna. Está bien que Cachito tenía solo doce años pero su tolerancia era casi heroica si tenemos en cuenta la brutal desproporción que existe entre la frivolidad y la compasión, una desproporción que permite, por ejemplo, que pululen alegremente los indigentes a la intemperie con la Bridge Suite del hotel Atlantis en las islas Bahamas de setenta y siete mil quinientos pesos por día.
No. Nadie, nunca ni nada subvertían a Cachito, solo la mirada profunda de Angélica.
Angélica del invierno de los vidrios empañados de calefacción donde hacías unos huequitos con los dedos para que tu mirada viera como ahí abajo yo me aguantaba el frío igual que Súperman nada mas que por verte en la ventana Angélica, ¿dónde estás?.
Angélica de la primavera de las ventanas abiertas y tu mirada completa revoloteando en la siesta de las mariposas y yo en la vereda llena de flores te quería Angélica, ¿dónde estás?.
Ni la flagelación del descrédito que acecha constantemente las manos vacías en los bolsillos rotos, ni la cultura sectaria que abandona la nobleza de los que trabajan en la mas puta insalubridad pero jamás roban nunca habían logrado deshacer la pureza de su alma. Está bien que Cachito tenía solo doce años pero su lealtad era casi la gloria si tenemos en cuenta el infame abismo de diferencias que existe entre la declaración de los derechos humanos y los seres humanos propiamente dichos, un abismo en el que fluctúan, por ejemplo, los pobres desamparados de esta tierra y la biplaza Bugatti Veyron de Volkswagen de tres millones quinientos cincuenta y seis mil pesos.
No. Nadie, nunca ni nada subvertían a Cachito. Solo la mirada profunda de Angélica.
Angélica del verano, tu casa toda cerrada y algo me quema en el pecho mas todavía que la vereda desierta como un desierto caliente de sol en la planta de mis pies descalzos Angélica, ¿dónde estás?.
Angélica de vacaciones si supiera donde fuiste correría tanto como la ventanita del tren donde van tus ojos y vos me seguirías con tu mirada por los paisajes, y en las estaciones apoyaría las palmas de mis manos en el vidrio donde están apoyadas las palmas de tus manos para que se puedan ir juntas de vacaciones las tuyas como siempre y las mías para aprender Angélica, ¿dónde estás?.

viernes, 20 de agosto de 2010

Los vuelos rasantes del ángel delator

Memorias de una muñequita manca

Displicente y mentiroso como el eslogan de una campaña electoral el tiempo pasa sobre los techos de chapa de las villas argentinas. Displicente y mentiroso por mas que la cola de la estrella fugaz vaya dejando un montón de brillitos en el aire y nos confunda buenamente el ánimo al tratar de alegrar un poco el derrotero de los reyes magos. Brillitos efímeros que apenas duran lo que dura la propaganda de esa refulgente muñeca nueva en los onerosos segundos de la televisión navideña y ya está, habrá que ponerse a esperar las próximas fiestas para verlos de nuevo y de lejos, y con un cachito de alambre arreglarle el bracito a la muñequita manca y consolarle la existencia para que no se acobarde y siga viviendo en la miseria unos años mas.
La noche era azul como los pecados capitales y la esperanza blanca como la franja del medio de la bandera de este plateado país. Pasé a visitar un ratito a Noel, a los reyes y al pibe de dios justamente con el ánimo de manguearles algún bracito de sobra, aunque sea fallado. Les estuve cebando unos mates y traté de sacarles conversación pero estaban tan preocupados preparando ese injusto reparto de juguetes y esa trasnochada vuelta al mundo que no me dieron ni cinco de bola así que me fui asqueado de tanto santo y tanto monarca y terminé charlando con los pobres camellos, con los que, sinceramente, me sentí mucho mas identificado que con los reyes por el solo hecho de que están tan jorobados como nosotros. Total que me monté en uno y nos fuimos en patota a dar una vuelta previa por la actualidad nacional. No se si habrá sido el cambio climático, el resplandor del sol del escudo (que nunca se termina de asomar), la inflación (que nunca se termina), el porrón que nos chupamos antes de subir o las jorobas de mis amigos, pero desde allá arriba, la verdad, no se notaban demasiados progresos. Es mas, daba toda la impresión de que las mismas baldosas seguían despegadas de las mismas veredas y de que la deuda externa perduraba tan intacta como perdura la cara dura de los torturadores en sus blandos arrestos de entre casa. Si no fuera porque, aún aguzando la vista, no pude confirmar con certeza la situación (y no me gusta mentir demasiado), juraría que todo está igual, lo que resulta verdaderamente decepcionante si sacamos la cuenta de la cantidad de platos que lavamos para poner la casa en orden, de los puntos finales que le pusimos a nuestros reclamos, de lo debidamente obedientes que al final fuimos nosotros y no los que debían serlo, de las suelas que nos gastamos caminando para seguir al que no nos iba a defraudar, de las cirugías sin anestesia que nos aguantamos sin desmayo o de lo último que se perdió que fue esa millonada de esperanzas. Si no fuera porque, aún aguzando la vista, no puedo confirmar con certeza la situación (e insisto, no me gusta mentir demasiado), juraría que a la Argentina que viene, como he oído decir por ahí, no la podemos hacer entre todos primero porque la Argentina que viene ya llegó hace un rato largo, segundo porque el tiempo sigue pasando displicente y mentiroso como el eslogan de una campaña electoral y tercero porque para que a la Argentina que viene la hagamos entre todos siempre nos van a faltar aquellos sesenta mil brazos (mas el de la muñequita manca).
Memoria señoras y señores, memoria y recién después feliz navidad.