sábado, 30 de abril de 2011

Betina cuando amanece


Betina abre los ojos y descubre que está toda desnuda, lo único que tiene puesto es un par de zapatos que no son de ella porque ella jamás se hubiera comprado unos zapatos con una plataforma mas alta que su edad. Está oscuro, parece que hubiera llovido. Se trata de ubicar, no es su ciudad, ni su país, ni su gente. Se le escapa un escalofrío de vergüenza inmisericorde y su alma espía por los ojos asustados. Alcanza a ver el resplandor de un semáforo que se pone en verde. No tiene ropa, ni ropa interior, ni interior. Un impulso la retuerce. Se contorsiona tratando de cubrirse lo descubierto pero queda hincada con el pelo sobre la cara, con la piel blanca satinada de azul, con las mejillas del rubor, con el pudor en las mejillas. Entonces siente pasos por la vereda de enfrente. Quien sea abre una puerta que deja escapar una luz mortecina, se pierde adentro y deja afuera un pánico que le invade el corazón a Betina, un pánico irracional al tacto de las miradas sobre su piel. Como un perrito asustado busca un lugar donde meterse. Las manos no le alcanzan para cubrirse el cuerpo. Tambalea y se cae en un cantero sobre una enredadera tan indefensa como ella pero menos desnuda que ella. Se queda inmóvil ocultando todo lo que puede y no todo lo que debe. Ve pasar un auto, ve como los neumáticos arrollan la vida de la lluvia en el asfalto, ve que los faros subrayan la verdad con sus mentiras de yodo. Le arde la rodilla, la raspadura de las baldosas le quema como el recuerdo de un pecado venial. Si dios existe, piensa Betina, que me saque de este infierno. Pero no sabe que dios no es ignífugo como los diablos, ni sabe que el infierno no es este infierno y lo que es peor, ni siquiera se imagina que lo mas probable es que dios sea muy parecido a ella misma.
¡Mamá!, grita Betina cuando ve a su mamá ahí nomás, sentada en el recuerdo como todas las mamás. Al instante se entreabre la puerta de enfrente y la luz mortecina vuelve a salir a tomar aire. Alguien parece haber escuchado el grito y curiosea atentamente. A Betina el corazón se le paraliza, ve a su mamá irse por la memoria y se queda sola. Acurrucada se mira la entrepierna, los dedos de los pies, la plataforma gigante de los zapatos y su humanidad insignificante entre los rascacielos. Alcanza a ver el resplandor del semáforo que se pone en amarillo. En el trayecto inverso el reflejo se divide en dos y se le clava como la precaución en las pupilas. La silueta vuelve a entrar. Betina siente que la mirada le paso lastimando el pudor como el filo de una navaja en la piel. Entonces se toca la boca, la tiene mas rota que las esperanzas. ¿Porqué me pegaste hijo de puta?, le pregunta a la imagen ausente que le pegó. La imagen ausente le vuelve a dar un puñetazo en el labio y Betina cae en la misma enredadera donde está. Pero ahora se acuerda de todo, del mal sueño, del avión perverso, de mil manos apretándole los muslos, de cien camas calientes, de los hombres, del pan ganado, del sudor de la frente. Alcanza a ver el resplandor de un semáforo que se pone en rojo, se descalza, corre un colectivo, sube, abre los brazos en cruz y con los labios empantanados de rouge ante el atónito pasaje que le clava la mirada en la sangre de la rodilla, pide auxilio con un hilito de voz. Alguien se levanta, alguien la cubre, alguien le paga la oportunidad y el boleto. Alguien, no dios, alguien. Y justo en ese momento amanece. Betina amanece. Y a Betina le gusta cuando la vida amanece, no cuando la vida amenaza.

jueves, 14 de abril de 2011

Altamirano


Altamirano era el tipo mas divertido de la escuela. Flaquito y largo como desesperanza de rico, inconfundible con su guardapolvos blanco emparchado pero almidonado y planchado como ninguno, que le quedaba como le quedaría a Stan Laurel el guardapolvos de Oliver Hardy, de piel morena, pelo negro que de tan oscuro reflejaba azules y ojos pardos llenos de una alegría tan inquieta que cuando te parabas a hablar con él de frente te obligaba a seguirle la mirada para todos lados. Era muy simpático y tenía la costumbre de apoyarte su mano de dedos largos en el hombro mientras desplegaba una sonrisa blanca y sincera que de inmediato contagiaba a todo el mundo. Las pibas, que siempre se andaban fijando en otros aspectos que los pibes no manejábamos, decían que parecía un príncipe moro y él lo justificaba plenamente tratándolas como a princesas reales, haciéndoles monárquicas reverencias y saludándolas con románticos besamanos. Fue por aquel entonces cuando le apodamos Rodolfo Valentino y nos imaginábamos al flaco Altamirano con turbante. Todos nos meábamos de risa pero él, lejos de sentirse ofendido o avergonzado, en cuanto veía que alguien se estaba divirtiendo se anotaba hasta para reírse de sí mismo. Ahora con el tiempo, veo que mas que hacernos gracia nos daba un poco de esa especie de envidia que despierta entre galanes la admiración femenina. Yo creo que la maestra le hacía pasar al frente nada mas que para que el flaco le arrancara la primera sonrisa del día. Jamás faltaba a clase, llegaba siempre temprano, sobre todo los días de lluvia, y su libreta de calificaciones parecía una de esas filigranas que pintan en los colectivos, todos ochos, nunca un diez pero tampoco un aplazo. A la salida, en el tumulto de la puerta del colegio no dejaba de saludar a nadie, a las maestras, a los pibes de los otros grados y hasta a las madres que venían a buscar a los mas chiquitos, siempre desplegando su inmaculada sonrisa y siempre contagiándola.
Pero el flaco Altamirano entro en la galería de mis recuerdos imborrables el año aquel en que no pude irme de vacaciones. Mi viejo había perdido el empleo y no lo había vuelto a encontrar. Ni siquiera la recuperación del aplazo en matemáticas, ni siquiera el color verde esperanza de mi libreta de calificaciones le habían podido levantar el ánimo. Nada, las vacaciones estaban perdidas y lo peor era que justo en medio de la felicidad del fin de las clases un insalubre clima de angustia invadía las paredes de la casa. Ayudado por el calor del sol y los malestares espirituales, me aferré a la costumbre de salir a la vereda a la hora de la siesta y sentarme en el silencio del tapialito de la esquina a ver como la inmovilidad de las horas del verano se llevaba las vacaciones a la rastra. Hasta que un buen día, promediando el mes de enero, -Buenas tardes-, escuché -Buenas tardes- le contesté sobresaltado a aquel personaje que había salido de la nada rompiendo la monotonía con tanta jovialidad. -Necesito que me des una mano para rescatar al pobre Superman- dijo. Extrañado estiré la cara, la boca se me arqueó como una u invertida y se me achinaron los ojos intentando descubrir quien era. -¿Altamirano?- pregunté -Si, ¿quién voy a ser sino, Rodolfo Valentino?- contestó y largó una risa franca que hizo salir trinando a una bandada de gorriones. -Perdoná Altamirano, así sin el guardapolvos no te había reconocido- le dije saliendo del tedio y a punto de contagiarme de su natural simpatía. -Es que sin guardapolvos somos distintos, como los almaceneros cuando salen de atrás del mostrador- me dijo como disculpándome y esa simple imagen ya me empezó a hacer cosquillas en el aburrimiento -¿Y quién es Superman?- le pregunté entonces intentando seguir lo que creí que era un chiste. -Superman el del traje azul con capa roja- me confirmó, y ahí se me aflojó la risa y mi estado anímico dio un tumbo. -Bueno- le dije -Vení que le aviso a mi mamá y te ayudo a salvarlo-.
El flaco Altamirano se quedó en la puerta mientras yo le preguntaba a mi vieja si podía ir con un amigo del colegio a ayudar a Superman, a lo que ella, con una renacida sonrisa que me llamó poderosamente la atención, me preguntó lo mismo que yo le preguntara al flaco -¿Y quien es Superman?.
La cuestión es que mientras tramitaba el permiso y le aclaraba a mi vieja que Superman era Superman, y ya inmersos en una indescifrable alegría que iba y venía, el flaco Altamirano se había encontrado con mi viejo en la puerta, le había dado la mano reclinando el cuerpo hacia adelante, se había presentado explicándole quien era y le había contagiado una sonrisa que lucía en medio de una de esas caras largas que traía invariablemente después una nueva decepción laboral. Mi vieja y yo, sin dejar de sonreír, nos fuimos acercando a la escena que veíamos medio a contraluz.
- ¿Carpintero?- le decía el flaco a mi viejo -que lindo oficio, me encanta la carpintería- y mi viejo asentía con la cabeza sin perder esa llamativa sonrisa como la de mi vieja y la mía, recuperadas vaya uno a saber porqué, aunque lo que fuera ya estaría indudablemente relacionado para siempre con el flaco Altamirano.
Pero lo mejor estaba por venir, porque en un momento dado, el flaco utilizó aquel gesto suyo tan característico, le apoyó la mano de dedos largos en el hombro a mi viejo, y moviendo alternativamente el filo de la otra mano enumerando cuadras en el aire, dijo -Una... dos... tres cuadras para allá, al lado de la cancha bochas, ¿vio?, hay un cartel que dice, “Se necesita carpintero”-.
Altamirano vivía en un ranchito marginado por la avenida. -Es aquí- me dijo- y al instante se me hizo mas admirable que nunca la alegría de vivir que repartía continuamente. Ahí me di cuenta que la avenida dividía a la ciudad en barrios pobres y menos pobres, la pobreza cortaba exactamente por el medio a la solidaridad humana, la solidaridad humana, a su vez, partía por la mitad a las clases sociales y las clases sociales destrozaban la patria en lugar de conformarla. Fue la primera lección verdadera que aprendí ese año, que las mejores vacaciones son las que se pasan en el corazón de uno mismo y que todos estábamos hechos pedazos pero que el flaco Altamirano estaría siempre más entero que un universo.
Superman era Superman, el del traje azul y la capa roja, y estaba atrapado, según me terminó especificando el flaco, abajo de la abuela Filomena. El flaco Altamirano vivía con su abuela y un perro que respondía al nombre de Llamasares y doña Filomena y Llamasares eran tan simpáticos como el flaco Altamirano. Nos trepamos al respaldo del sofá y una vez ahí arriba el flaco me fue indicando como levantar suavemente a la abuela enganchándola de las axilas para así liberar a Superman. No habían pasado mas de veinte minutos desde mi encuentro con el flaco y no recordaba haberme sentido tan feliz en toda mi vida. Doña Filomena se ayudaba con un bastón y nunca se dejaba de reír ni de hacer unos cómicos resoplidos. Cuando la hubimos despegado lo suficiente del sofá, el flaco lanzó un chiflido alertando a Llamasares y Llamasares se metió debajo de las faldas de la abuela y salió entre sus pantuflas aprisionando una revista con las fauces. Era una revista de historietas, me di cuenta porque en la tapa Superman volaba libremente en el atardecer de Ciudad Gótica, un atardecer inolvidable en el que, cuando llegué a mi casa, a mi viejo lo habían contratado en la carpintería y en el que vi por primera vez a mi vieja dándole un beso en los labios.
Lo inexplicable fue que nunca mas volví a ver al flaco Altamirano. Su imagen esbelta y delgada, que nos llevaba una cabeza, en todos los sentidos, a los demás, no volvió cuando empezaron las clases. Yo lo esperé ansioso en la puerta para devolverle la revista de Superman que me había prestado pero sonó la campana de entrada y no apareció. Estuve toda la clase mirando la tapa donde Superman seguía volando en el atardecer de Ciudad Gótica. Fue la primera lección que aprendí ese año, que las mejores vacaciones son las que se pasan en el corazón de uno mismo y que todos estábamos hechos pedazos pero que el flaco Altamirano estaría siempre, fuese donde fuese, más entero que un universo.